No hubo conejo, ni reloj, ni agujero. Todo fue una invención de Alicia. Probablemente estaba aburrida una tarde cualquiera, una de esas en las que el calor le da a todo un tinte raro y uno siente que el tiempo se detiene y por un segundo se puede ver, como por el resquicio de una ventana, la verdad de las cosas.
Quizás entendió que debía hacer algo urgente para que cada mañana no fuera una repetición de la anterior. Y se vio a sí misma con el pelo encanecido y el rostro marcado por los años y con el alma gastada por caminar sobre ella a diario.
Entonces, decidió escaparse a otro país, donde hay gatos que ríen y todos los días son una fiesta, aunque no sea tu cumpleaños, porque cada día ha de celebrarse como si no hubiese tiempo para más. Prefirió pasar por loca contando las historias de hongos que hacen que te encojas o crezcas, antes que continuar con movimientos de autómata haciendo aquello que todos esperan, hundiéndose en el miedo de volver a empezar, temiendo desafiar al qué dirán.
Alicia mintió, fabuló, y pasó el resto de la vida riéndose de los que la creyeron, y también de los que le tuvieron lástima porque había perdido el juicio.
Porque no hubo conejo, ni reloj, ni agujero; simplemente Alicia quería huir de su destino y de sí misma.